El anhelo por los comestibles que no se pueden tener es común. Ana Frank se imaginaba comiendo pasteles o platos de su restaurante favorito. Y Amal, hoy, en Gaza, cocina recetas palestinas para que a los miembros de su familia no se les olvide quiénes son.
La primera de estas historias sucede en Ámsterdam durante la Segunda Guerra Mundial, tras la invasión nazi de Países Bajos, y es un documento de gran valor sobre la sinrazón del Holocausto.Es una de las obras de no ficción más leídas del mundo. La segunda se desarrolla en Jabalia, cerca de los restos del hospital de Al Shifa, al norte de Gaza, a los cuatro meses de comenzar la guerra en la Franja, y es un testimonio que salva del olvido el periodista Mikel Ayestaran en sus breves posts diarios. Del mismo modo, la comida es una de las situaciones más relevantes de su día a día, de lo poco que aún mantiene algún destello de ilusión. Es patente la dificultad de lograr algo que echarse a la boca y la necesidad de racionarlo, lo que anima a explicar cómo se prepara e incluso invocar las emociones que provoca. Como esas naranjas que trajo Bep en una ocasión al anexo secreto: Ana escribió que le recordaban a los veranos que pasaban en la playa. O ese bizcocho que, a falta de horno, Amal cocina en una cazuela sobre el fuego de leña cuyo aroma los retrotrae a los días anteriores a la guerra. Los recuerdos también alimentan, y por eso cada uno condimenta con ellos las elaboraciones que más añora. Especialmente cuando comparecen de improviso. En el caso de la familia Frank, algo de carne, dulces, chocolate o fruta fresca, y en Jabalia, latas de habas, harina, hojas de parra o una caja de freekeh, un cereal a base de trigo duro que encontraron en la casa abandonada de un familiar.
El anhelo por los comestibles que no se pueden tener es común. Ana se imagina comiendo pasteles, helados o platos de su restaurante favorito. Los hijos de Amal fantasean con Doritos con salsa barbacoa y queso, y su hija Dalia, con pasta con bechamel y carne picada, que su madre prepara como puede, poniendo creatividad y dignidad en los huecos donde la receta queda huérfana. Cuando no se tiene con que protegerse, las palabras y la comida son una trinchera de resistencia. La familia Frank festeja la Pascua con sopa de pollo, huevos duros y pan dulce. El fin del Ramadán más triste que recuerda Amal lo celebran con pasteles de Eid dulces y salados.
Es habitual considerar que donde domina el hambre casi todas las reflexiones que se puedan hacer acerca de la significación de la comida son completamente irrelevantes. Pero los esfuerzos de Amal desmontan esta idea: cocina recetas palestinas para que a los miembros de la familia no se les olvide quiénes son.
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Es conmovedor cómo la comida se convierte en un símbolo de resistencia y identidad tanto para Ana Frank como para Amal en Gaza. En esos contextos la cocina se transforma en un refugio emocional que no solo nutre el cuerpo, sino que también preserva la memoria cultural y la dignidad humana.
Lo que se puede notar es como el cambio de la alimentación dio un giro total a lo que era en ese entonces, en la época de Ama Frank, las comidas que deseaba eran más saludables al contrario de Amal que fantasía con otro tipo de comida muy distinto al de Ana. Aún así, cada comida tenía era muy significativa para cada una de ellas.