El plátano tal y como lo conocemos tiene los días contados y no es un secreto. Desde hace años, productores, comercializadores e investigadores están obsesionados en encontrar una solución para una amenaza (casi inminente). Y no, no es una forma de hablar. Dos científicos belgas, por ejemplo, están en mitad de la selva tropical australiana en busca de un plátano pequeño y lleno de semillas. En él, quizás está el futuro de una de las frutas más consumidas del mundo.
El fantasma del Gros Michel. Pero empecemos por el contexto: hasta mitad de siglo XX, la variedad de plátano más consumida en el mundo era la Gros Michel. Había un enorme mercado internacional en torno a la banana y el futuro parecía próspero para agricultores, comerciantes y consumidores. Todo esto lo truncó un hongo.
En torno a los años 50, la enfermedad de Panamá empezó a devastar las plantaciones de Gros Michel y, en menos de una década, acabó con la variedad hasta tal punto que hoy es prácticamente imposible de encontrarlo. Solo hubo algo que nos salvó de la catástrofe: el Cavendish, un plátano que tenía muchas virtudes, sí; pero, sobre todo, era resistente a la enfermedad.
Hoy por hoy, más del 95% de los plátanos comerciales del mundo es Cavendish.
La historia se repite. En los últimos años, han surgido plagas que afectan a los Cavendish. Por ejemplo, la sigatoka negra. Una enfermedad que «ennegrece las hojas, imposibilita la fotosíntesis y reduce a más de la mitad el rendimiento de las plantaciones»; una, además, muy difícil de combatir.
Pero lo más preocupante, sin lugar a dudas, es la vuelta de la enfermedad de Panamá. Más concretamente, la de una variedad del hongo maldito (la Tropical Race 4) que sí afecta al Cavendish. La TR4 ya ha arrasado las plantaciones del sureste asiático y es cuestión de tiempo que cruce el Atlántico. Todo el mundo lo sabe.
¿Y ahora qué? La opción más viable parecer ser la misma que en los años 60: buscar otras variedades. Eso están haciendo los dos investigadores de los que hablaba al principio. Y, por eso mismo, sorprende que estén en Australia (donde hay dos variedades silvestres) y no un poquito más al norte, en Papúa Nueva Guinea (donde hay diez).
Motivos. La razón, como explicaba Steven Janssens, científico del Jardín Botánico de Meise en RTBF, «estamos particularmente interesados en el plátano Banksii, el ancestro del plátano comestible. Y éste se encuentra aquí, en el norte de Australia». Es decir, su idea es coger este plátano (que, como decía, no es comestible) con la esperanza de poder volver atrás y, a partir de ahí, a partir de él, desarrollar un nuevo tipo de plátano comestible.
Uno que sea más resistente, uno que nos dé otro medio siglo de margen.
El problema es que es difícil. «Para otros cultivos, es más fácil desarrollar una nueva especie», explicaba Bart Panis, científico de la Alianza Internacional para la Biodiversidad y el Centro Internacional de Agricultura Tropical. «Como la mayoría de las otras plantas son fértiles, tienen semillas, podemos cruzarlas». Pero el plátano comestible es estéril; es decir, no nos sirve. Hay que recurrir a los plátanos primigenios y cruzar los dedos.
Su objetivo. Eso hacen Janssens y Panis: un enorme mapa de la diversidad genética de los plátanos sobre el que dibujar una hoja de ruta que asegure «una posible resistencia a las enfermedades o tolerancia a la sequía» (otro de los grandes problemas del Cavendish). ¿Tendrán éxito? Nadie lo sabe. Pero si queremos un futuro para el plátano, ojalá lo tengan.
Como consumidora de esta fruta, me entristece saber que la variante de plátano actual este en peligro. Además, es curioso saber que no es la primera vez que pasa sino que la historia se está repitiendo. Veo crucial la búsqueda de nuevas variedades resistentes para así poder seguir disfrutando de esta fruta.