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¿Qué comían en la Edad Media?

Cuentan que los almuerzos que servía Taillevent, cocinero de Carlos VI de Francia a finales del siglo XIV, eran copiosos. Para empezar, capones, gallinas, caza y coles. Después, asado, pavos reales al apio, paté, liebre y más capones. Seguían pichones, per­diz, gelatinas y más paté. Y luego pasteles, crema frita, almendras, nueces y peras.

Por supuesto, la mesa de un conde no era igual a la de un siervo. Pero la diferencia, más que de calidad, era de cantidad. La jet set de la Alta Edad Media no entendía de sutilezas. Para ellos, el prestigio social dependía de cuántos alimentos pudiera uno permitirse, sin que importara dema­siado su naturaleza o su preparación.

La Iglesia se desgañitaba en vano pidiendo mesura. Los pobres eran frugales porque no tenían más remedio, pero comer has­ta reventar se convirtió en una obligación para los nobles, una muestra de salud y buena cuna.

Diferencias de cuna

Los tiempos de prosperidad relati­va no iban a durar para siempre. Al haber alimentos para todos, la mortalidad dis­minuyó. Paradójicamente, esta buena noticia fue la perdición de los campesi­nos. Como la población no dejaba de cre­cer, fue preciso dedicar más y más suelo a la agricultura. Esto implicaba talar más y más árboles. Los bosques menguaron, y sus encopetados dueños blindaron sus propios privilegios.

Los pastores ya no podían guiar a sus reba­ños a cualquier prado, se reguló el derecho a pescar y la caza se prohibió. Solamente los dueños de un coto y sus invitados tenían derecho a consumir ciervos, perdices o jabalíes, alimentos cuyo valor se disparó.

En realidad, ambos estamentos salieron perdiendo. Los nobles, sin saberlo, se en­tregaron a una dieta insalubre, deficiente en fibra y cargada de colesterol. Los cam­pesinos se vieron obligados a subsistir a base de cereales. El verdadero peligro para las clases populares eran las malas cosechas, que podían condenar a centenares de personas a morir de inanición.

La alimentación estaba tan ligada a las diferencias de clase en la Baja Edad Me­dia que adquirió un carácter simbólico a partir del siglo XIV. Cuanto más elevado era el rango de un comensal, más eleva­das debían ser también, literalmente, sus viandas. Aves y frutas se considera­ban el no va más de la exquisitez, no por su sabor, sino porque unas volaban y otras brotaban en lo alto de los árboles. En cambio, todo lo que crecía a ras de suelo era propio de seres inferiores. En particular, los tubérculos. Nabos y cebo­llas eran cosa de gente rústica.

Libro de cocina

Una aristocracia amante de los placeres de la mesa necesitaba cocineros cada vez más sofisticados. Entre los siglos XIII y XIV se publicaron los primeros libros de cocina, un género aún minoritario, diri­gido en exclusiva a los profesionales.

La mezcla de sabores era la norma en la cocina: hacía furor el agridulce, y no era raro que en un mismo servicio se alternaran bandejas de golosinas con otras de productos salados.

De cara al invierno, las despensas se lle­naban de embutidos, compotas, ahuma­dos y salazones. De ahí la popularidad de pescados como el arenque o el bacalao, fáciles de conservar.

Es probable que la carne no siempre llegara a los fogones en condiciones óptimas de conservación. Tal vez por esta razón, la cocina medie­val se caracteriza por emplear especias en abundancia: jengibre, pimien­ta, comino, nuez moscada, canela, cla­vo… Había alternativas más asequi­bles, como la mostaza, o “pimienta de pobre”, introducida por los árabes, pero capaz de crecer en suelo europeo. Por lo demás, los cam­pesinos solían contentarse con el ajo, la menta y otras hierbas locales.

Un ejército en la cocina

En 1385, Carlos VI de Francia tenía más de ciento cincuenta personas a su servicio, entre cocineros, reposteros, fruteros, bodegueros, sumi­lleres, cortadores… Había oficios tan cu­riosos como el de panetero, que se ocu­paba, al mismo tiempo, del pan y de los manteles, o el de calienta-cera, que cu­bría los rabos de las frutas con cera de abejas para conservarlas en buen estado.

Poner la mesa tampoco era tarea fácil, sobre todo porque era preciso ponerla de verdad, literalmente. No existían las mesas fijas de comedor, en realidad ni siquiera existían los comedores. El ban­quete se servía en una sala o en otra en función del número de invitados que se esperaba recibir. Para ello se montaban largas tablas sobre caballetes, que lue­go se cubrían con manteles.

En la Edad Media lo habitual era sentar­se a la mesa dos veces al día: una para el almuerzo, entre las diez y las once de la mañana, y otra para la cena, que solía servirse antes del anochecer. Los banquetes eran una excepción. Un festín medieval podía alargarse hasta la medianoche o incluso durar varios días.

No existía la noción de entrante, plato fuerte y postre. Los servicios podían ser tres, cinco o incluso más. En cada uno de ellos se llenaba la mesa de viandas, sin un orden determinado: verduras, frutas, pescados y carnes podían servirse a la vez en cualquier momento. No obstante, era corriente ofrecer dulces y frutos se­cos al final de la comida, aunque no ne­cesariamente en la misma mesa.

A fina­les de la Edad Media, mientras retiraban unas bandejas y traían las siguientes, se entretenía a los invitados con pequeñas representaciones, llamadas entremeses.

Las sobras se repartían entre los pobres, para cumplir a la vez con las obligaciones del estómago y las de la caridad. Pero ¿de verdad se comía tanto? En rea­lidad no, o al menos no necesariamen­te. Aquellos menús, con sus intermina­bles bandejas de faisanes, cisnes y ciervos asados, no estaban pensados para atiborrarse. Nadie comía de todo.

Fuente: ¿Qué comían en la Edad Media?


1 comentario

  1. Muy interesante, no tenia ni idea de que en el pasado la cantidad y tipo de comida que servías definía tu sitio en la sociedad. Y me ha resultado curioso que alternasen el dulce con el salado en los banquetes y se mezclasen sabores, hoy en día esa práctica sigue presente en la cocina.

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