Comer es un rasgo biocultural compartido por toda la humanidad; sin embargo, al momento de elegir qué comer se anudan una serie de elementos que lo hacen diferente en cada lugar del planeta, posicionándose como un objeto de estudio importante para comprender el mundo en el que vivimos. En el acto cotidiano de comer, podemos leer normas sociales, valoraciones, tradición, género, territorio, contextos políticos y cultura, entendida como el conjunto de elementos materiales e inmateriales que caracterizan a un pueblo y que es expresado cotidianamente. El análisis de la alimentación desde la cultura, la transforma en un fenómeno complejo que trasciende a la ingesta de nutrientes y que pone en el centro a las personas que realizan elecciones mediadas por su posición en determinados contextos. Así, la relación de la persona con la comida, sus elecciones alimentarias y los efectos que ésta puede tener en su salud, pueden ser explicados también desde sus relaciones y entorno sociocultural.
Un ejemplo de esto es cuando definimos lo que es un alimento saludable y a menudo nos encontramos con nociones biomédicas que se contraponen a la definición cultural del mismo concepto. En ese sentido, “lo saludable” puede significar al mismo tiempo algo nutritivo, algo que engorda, algo que no engorda, lo que sabemos cocinar, lo que nos cocinaba algún ser querido, lo que nos reconforta luego de una jornada extenuante o que nos da energía para empezar el día, alimentos a los que no podemos acceder, lo natural, y un largo etcétera que se pone en tensión cuando las recomendaciones nutricionales desde la medicina se deben poner en práctica en la cotidianeidad.
Entonces, para estudiar la alimentación desde la cultura ¿debemos dejar de lado la evidencia científica que respalda que ciertos tipos de alimentos contribuyen a la aparición de enfermedades? ¿Cómo podemos establecer puntos de encuentro?
Si consideramos que la alimentación debe ser leída dentro de su contexto, todas las aristas son importantes de tomar en cuenta. Uno de los elementos contextuales relevantes para entender cómo nos alimentamos actualmente, es la transición nutricional en América Latina que se asentó en la década de los 90 a partir de la incorporación de alimentos hipercalóricos diseñados con un exceso de grasas y azúcares lo que, sumado a los cambios económicos, los hizo preferentes por ser más baratos y rápidos de preparar y consumir, acorde con los estilos de vida más acelerados y que, de la mano con otros cambios demográficos y sociales, se terminó favoreciendo su consumo por sobre otros alimentos tradicionales y naturales.
De esta forma, Chile pasó de tener un 37% de desnutrición infantil en los años 60 a un 2,9% el año 2000, trayendo consigo también un gran aumento en el consumo de calorías en el mismo periodo. La transición nutricional sería sólo el puntapié inicial de lo que desencadenaría el estado nutricional actual de Chile, con una importante tasa de obesidad y sobrepeso que aumenta cada año de manera acelerada.
Si sólo tomáramos en cuenta estos datos, diríamos que el entorno alimentario del Chile actual se caracteriza por el cambio en la dieta y el aumento en el consumo de calorías. Pero, ¿es posible caracterizar el aumento del sobrepeso y obesidad en nuestro país observando únicamente “lo que comemos”? Desde el enfoque cultural, la respuesta es no: debemos preguntarnos también por todo lo que rodea el acto de comer, volviéndose imperativo identificar aquellos elementos de nuestro entorno que facilitan el aumento de peso. En este sentido Swinburn, en 1999, definió el concepto de ambiente obesogénico, como “la suma de influencias que los alrededores, las oportunidades y las condiciones de vida que promueven la obesidad en individuos o poblaciones”. El ambiente obesogénico tendría cuatro aristas importantes que refieren a “qué está disponible para comer”, “cuál es el costo de lo que hay para comer”, “cuáles son las reglas o leyes en torno a los alimentos” y “cuáles son las creencias o actitudes en torno a lo que se come”. Esta última arista es justamente la cultura, reafirmando que para que un ambiente se vuelva obesogénico depende de la transmisión de conductas y creencias entre los miembros de una comunidad, lo que llevaría a la perpetuación de conductas alimentarias y por ende, elegir qué comer no es una relación lineal entre el alimento y la persona.
Con estos antecedentes, es sencillo hacer el ejercicio de identificar elementos obesogénicos en Chile: una marcada desigualdad en los ingresos, que se traduce en diferencias en la dieta de los distintos estratos socioeconómicos del país; un aumento en la oferta y consumo de alimentos azucarados, especialmente bebidas gaseosas; un aumento del sedentarismo, especialmente en los grupos socioeconómicos de menores ingresos y en mujeres; las deficiencias estructurales de la ciudad que dificultan la realización de actividad física; la sobrecarga de labores domésticas al interior del hogar. Todos estos elementos, materiales e inmateriales, nos sirven para definir a nuestro país como un ambiente obesogénico, donde se promueve la malnutrición por exceso más allá de la cantidad de calorías que consumimos.
Entonces ¿cómo podemos incorporar la perspectiva cultural cuando estudiamos la alimentación en medio de la pandemia de la obesidad? La respuesta no es simple, pero hay alternativas que nos impulsan en esta dirección. Primero, tomar en cuenta esta complejidad al momento de abordar cualquier problema alimentario, incluso si pudiéramos cubrir solo alguna de esas aristas, puesto que permite considerar elementos que de otra forma pasarían desapercibidos. Segundo, la inclusión de los factores contextuales que influyen en la elección de ciertos alimentos por sobre otros nos dará luces sobre los otros temas relevantes a abordar, por ejemplo, al momento de identificar a personas beneficiarias de cierta intervención. Preguntarnos por su trasfondo cultural, ocupaciones laborales, roles al interior del hogar que influyen en la distribución de las tareas de cuidados incluyendo la alimentación, nivel educacional y acceso a alimentos, entre otros aspectos, podría favorecer la adhesión a las intervenciones propuestas al ser más factibles de implementar.
El llamado es a poner sobre la mesa que la alimentación no constituye sólo el acto de comer o de nutrirnos, sino que involucra tanto prácticas como actitudes, recursos y estructuras. Y dado que la alimentación es, en sí misma, un fenómeno complejo, solo podremos hacer frente de manera efectiva a la obesidad si es que reconocemos cómo los aspectos de nuestro diario vivir, nuestras decisiones y nuestro entorno afectan nuestra salud.
Creo que este tema nos hace reflexionar sobre cómo la globalización ha cambiado la manera en que comemos y cómo afecta nuestra salud. A veces pensamos que alimentarnos es solo una cuestión de elegir bien, pero hay muchos factores como la cultura, el costo de los alimentos y el ritmo de vida que influyen en esas decisiones. Me parece injusto que, por desigualdades sociales, muchas personas no tengan acceso a opciones saludables y terminen atrapadas en un ambiente «obesogénico». Si queremos realmente combatir problemas como la obesidad, necesitamos soluciones que no solo informen, sino que también cambien el entorno y consideren nuestras tradiciones y estilos de vida.
La globalización nos debería ahcer reflexionar sobre el consumo de alimentos. Hoy en día cuando viajamos a un sitio los restaurantes son todos los mismos (Mc Donalds, Starbucks, Burger King…), se pierde la esencia del lugar.
destaca la importancia de entender la alimentación como un fenómeno biocultural, donde no solo influyen los nutrientes, sino también los contextos sociales, culturales y económicos.