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Olores que no se olvidan.

El olor del café y el del pan tostado nos condicionan para siempre

Crear memorias positivas relacionadas con la alimentación cotidiana podría ser un instrumento útil para impulsar rutinas saludables

El olor del café y el del pan tostado nos condicionan para siempre
Ted Cavanaugh (Gallery Stock)
Andoni Luis Aduriz

Andoni Luis Aduriz

21 SEPT 2024 – 05:25 CEST

El aroma del café deslizándose por la taza o el de la ropa recién lavada meciéndose tendida despreocupadamente, el bisbiseo de la leña silbando entre las llamas o la promesa que concede la cocción de una cazuela al fuego operan en nosotros el mismo hechizo que provoca en los peces la sombra de una mano en la superficie del acuario antes de recibir su ración de copos. Los estímulos condicionados forman parte de nuestro comportamiento y, en muchos de ellos, se cruzan situaciones vinculadas con la comida. Actúan como un paradigma de aprendizaje asociativo entre acontecimientos y conductas reflejas. Si un niño oye la música de un carro de helados antes de que este doble la esquina, la melodía le disparará la satisfacción que provoca rechupetear una bola de chocolate. Por sí mismo, un estímulo —un perfume, una fotografía, un gusto, una palabra o una canción— es neutro, no despierta ninguna reacción, a no ser que previamente haya existido un proceso de refuerzo entre este y un vínculo, como en el caso de la melodía del carro de helados.

Lo experimenté en uno de los restaurantes por los que pasé mientras estudiaba en la escuela de hostelería. La presión en la cocina era tal que a las semanas de estar allí el olor que captaba al bajar las escaleras de la entrada me angustiaba. Era notar en la nariz ese rastro característico de local envejecido y me asaltaba automáticamente el agobio. Son acicates sensoriales que llaman a la puerta de vivencias tanto placenteras como angustiosas y difíciles. El escritor Manuel Vicent cuenta en su libro Comer y beber a mi manera: “Desde entonces han pasado más de 40 años. Y el mismo dolor va y viene, se hace presente y desaparece siempre unido a mi estado de ánimo. Aquel bocadillo de calamares fue para mí la manzana del paraíso, que me expulsó de la gracia preternatural de una salud inocente”. Si tras ingerir algo surge un dolor de estómago o náuseas, lo más probable es que se produzca lo que se conoce como aversión condicionada ante el alimento involucrado, aun cuando sean sucesos desligados. La experiencia sabor-malestar fomenta un aprendizaje que reactiva naturalmente la repulsión y el rechazo al oler o saborear al presunto causante.Más información

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Está claro que una vivencia se fija en la memoria de una forma más sólida cuando se vincula a una emoción, a un significado emocional. Por eso, muchos recuerdos de infancia, como el apetito que avivaba el olor del pan tostado o los pimientos asándose sobre las brasas, retrotraen a aquella época en la que se inscribieron. Toda una respuesta instintiva que se remonta a aquel tiempo feliz en que éramos tan desgraciados, que diría Alexandre Dumas, pero que recordamos con despreocupación y una sonrisa. Acontecimientos y enseñanzas de las primeras correrías por el mundo que estimularon no solo vínculos, sino capacidades comunicativas y emocionales alrededor del plato. Comer involucra muchos de nuestros órganos sensoriales y, como me repite el catedrático de Psicobiología y gran amigo Ignacio Morgado, los sentidos químicos en particular, que engloban al gusto y el olfato, son capaces de recuperar de la memoria hambrienta emociones vividas con un condicionamiento e intensidad mayores que las producidas por el resto de los sentidos.

Sumado a esto, el poderoso refuerzo de la compañía, de lo que fue la situación y los afectos implicados, otorga una significación adicional a, pongamos por caso, el diente de ajo dorándose en una lágrima de aceite caliente en la base de una cazuela. De ahí que Vázquez Montalbán apuntara del también escritor Josep Pla que su paladar “pertenecía a la infancia, como casi todos los paladares”. Nos aferramos a las cosas con las que crecimos, que comúnmente forjan el grueso de las predilecciones culinarias. Sabiendo esto, deberíamos reflexionar sobre qué actividades cotidianas relacionadas con la alimentación sería bueno fijar. Esos disparadores de memoria pueden vincularse a rutinas saludables. Acaso sea verdad lo que afirmó el filósofo y antropólogo alemán Ludwig Feuerbach: “Más que ser lo que comemos, quizá somos los estímulos condicionados que disfrutamos”.

Salpicón y granizado

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